ANTONIO MORATÓN | REA nº 1 | Publicado en Octubre de 2013
No hace mucho tiempo que nos sumimos en una crisis económica de la que aún no hemos salido, pero esta situación subyace más profundamente en una pérdida de valores de todo tipo, en la que ha priorizado el éxito a corto plazo, el beneficio inmediato de la cultura del pelotazo y el crecimiento a cualquier precio frente a los establecidos desde épocas más doradas.
Cuando hablamos de sociedad, nos asentamos en una serie de valores que son: la confianza, la prudencia, el respeto a los demás, la cualificación profesional, la seguridad, el esfuerzo, la superación, la capacidad de trabajo, todos ellos básicos para el progreso sostenido, todos ellos olvidados por una generación cuyo mayor pecado parece ser haberlos relegado a la entelequia.
Es en la mejora de la productividad de las empresas, donde nos encontramos uno de los grandes retos de la economía de la ciudad de Alicante, ese ente capaz de crear riqueza y generar empleo, aunque ya no nos acordemos de ello; pero es un reto ilusorio sino se consigue, por parte de todos los organismos oficiales, terminar con una de las mayores lacras de la ciudad: los bajos niveles de cualificación profesional. Hay que tener en cuenta que, según el “Diagnóstico de Alicante” solicitado por el Ayuntamiento, en su Informe de Transparencia elaborado por la firma Deloitte, actualmente casi la mitad, el 42,2 % de la población, no ha alcanzado el graduado escolar, y sólo el 7,2 % tiene formación universitaria. Este informe se realizó con el fin de presionar a los agentes sociales para reelaborar un nuevo plan estratégico en la ciudad, algo que estamos pendientes de ver y comprobar. Además, seguimos sufriendo en nuestro municipio esa «importante fuga de capital humano”, y es que los jóvenes cualificados alicantinos siguen “huyendo” de nuestra ciudad buscando nuevas y mejores oportunidades de empleo. Evidentemente esto explica la tan reducida formación universitaria entre la población. Se están quedando solo los menos formados, algo que quizá no es una tan mala estrategia política de cara a “controlar mejor a las masas”.
Parece que la única salida de esta situación es la evasión. No es una huida cobarde, sino más bien es la reacción contra lo establecido, es el descubrimiento de que todo es una construcción artificiosa, de que la identidad que tenemos no es más que un espejismo fabricado. Los jóvenes entienden esa evasión de la que hablamos como una forma de supervivencia, un aislamiento autoimpuesto que les permite encontrar su propio “yo” fuera de las imposiciones sociales que imperan actualmente. La actitud que han tomado es lo más importante, es lo que en realidad los diferencia y libera del yugo, es lo que les permite tomarse la vida como un constante juego. Nada es serio. Nada transciende la satisfacción más inmediata. Todo es efímero.
La juventud está inmersa en un agónico letargo del que no parece encontrar salida. No hace falta ir muy atrás para recordar esos movimientos artísticos vanguardistas de principios del siglo XX, esos movimientos donde los artistas buscaban el espíritu primitivo, libre de todos los condicionamientos sociales que evitan el desarrollo independiente de la propia personalidad, en los que la liberación de los tabúes sociales podía suponer una forma determinada de comportamiento, una actitud en la que no existen las represiones de los componentes más animales del ser humano, sino que más bien se les deja fluir hasta la decadencia. La sociedad actual aliena, destruye la naturaleza de las personas, y en su lugar coloca una identidad artificial, que es capaz de encajar a la perfección con el molde socio-político impuesto, en el que prima un comportamiento superficial, completamente vacío de valores, bombardeado por iconos e imágenes que adormecen las conciencias y anestesian los sentidos. La vuelta a nuestra antigua esencia, la lucha por los valores primitivos, liberarse de una sociedad que nos distancia cada vez más de nosotros mismos, levantarse contra los organismos oficiales que con sus políticas, premian la degeneración y el declive, obligando a permanecer en silencio, apartados de la intelectualidad y capacidad de reacción, a los jóvenes. Pues los menos jóvenes, ya perdieron las fuerzas, la ilusión y las ganas.
Vivimos en una sociedad en la que en las últimas generaciones no hemos hablado a nuestros hijos de sus deberes, sólo de sus derechos, la consecuencia ha sido que están abusando de los derechos, haciendo dejación de los deberes, del sacrificio. Es cierto que hemos ganado en libertades, es cierto que se ha disparado la tecnología y que el Poder Judicial es cada vez “más justo”, aunque si es demasiado independiente con asuntos importantes siga corriendo el peligro de ser apartado por instancias superiores, pero también es cierto que la juventud ha perdido la perspectiva, la necesidad de formarse, que la vida de muchos de ellos se reduce ahora a un patrón cibernético deshumanizante y que, producto de esto, y como enseñanza, parecen captar que las luchas se ganan ahora en “su mundo”, ese mundo que se esconde de la lucha real y que no da la cara, un lugar seguro para ellos aunque irreal e infinitamente más ineficaz, que dista mucho del que usaban las generaciones anteriores y que tantos derechos nos hicieron ganar, aunque ya la mayoría los hayamos perdido de nuevo.
La impasibilidad parece ser el adjetivo que más se adapta a nuestro presente alicantino. Una ciudad en la que se siguen produciendo desahucios, en la que varios vecinos desesperados han aparecido ahorcados ante la comisión de la policía judicial, y permanecemos impasibles, aquí no pasa nada; a un lado la renuncia de un señor que tiene su economía más que resuelta y por su supuesto su retiro dorado, igual con algunos zapatos de marca de los que suelen llevar comerían algunas familias sin techo durante semanas; al otro lado la impasibilidad de los jóvenes que hacen la guerra silenciosa desde sus cómodos sillones, desde el ciberespacio. La sensación es que mantienen una lucha constante porque están insatisfechos con lo que son, parece que tienen que comportarse como la sociedad espera, o mejor dicho como sus padres quieren que sean. No saben ni lo que son, ni lo que quieren ser y, además, ni siquiera son conscientes de ello.